Dicen que lo importante es empezar. No importa que quiera hacer uno, lo más difícil (y por eso lo más importante) es dar el primer paso. Después todo lo que venga es secundario, se arregla. Lo que importa es arrancar. Martín se repetía este pensamiento como uno se repite algo que no se quiere olvidar. Ahí, tirado en su cama, en esa pieza fría y gris, en esa rara tarde de otoño que trataba de escabullirse por entre las hendijas de la persiana, se decía una y otra vez que tenía que arrancar.
Y así lo hizo. Bah, más o menos. En realidad fue como si una fuerza extraña, ajena a él, lo hubiera levantado y dejado ahí, diciéndole que ahora le tocaba a él. Y de repente se encontró solo, parado frente a un mundo nuevo, y sintió como si todo el universo se ubicara en su lugar. Ya no importaba el pasado. Tampoco importaba el futuro. Ni siquiera había otros lugares en el mundo. Lo único importante era ese aquí y ese ahora: él era el centro del mundo. Así tomo coraje. Su cuerpo tomó la postura de aquel de quien va a una pelea con la completa certeza del triunfo. Sus sentidos se agudizaron y se dio cuenta de que podía tocar el aire, atrapar el sonido. Ciertamente, era capaz de dominar el mundo.
Y a ese fin partió. Esquivando un mar de ropa y suciedad se dirigió hacia la puerta. Y abriéndola, sin dudar, dejó el pasado atrás y se internó en el mar de luz.